MITOS Y LA BIBLIA
La opinión vertida por el Dr. L.
Burkhalter cuando siendo delegado de la Sociedad Prehistórica Francesa,
en un ensayo publicado en 1950 en la “Revue du Museè de Beyrouth” afirmó: “Queremos
dejar bien claro que la existencia de razas humanas gigantescas en la época
acheuliana (fase de la Edad de Piedra que ocupaba la mayor parte de
la época glaciar) debe ser admitida como un hecho científicamente probado”.
Los gigantes
en las imágenes rupestres
En Dorset, Inglaterra, cerca de la
aldea de Cerne Abbas, una milenaria figura humana de 55 metros de
largo, totalmente desnuda, empuña en amenazante gesto un garrote. Simboliza a
un gigante.

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Por lo que se sabe, “el gigante de Cerne Abbas” es hasta la fecha un
enigma. Y como tal ha dado de hecho lugar a las más atrevidas especulaciones.
Para el arqueólogo Stuart Piggott, por ejemplo, éste se relaciona con el culto
a Hércules que se extendió a Gran Bretaña durante el siglo II, en la época del
emperador Commodus, y se piensa también que su origen podría estar ligado con
un culto local de la fertilidad, anterior a la invasión romana.
Si bien la idea de tal culto local a
la fertilidad puede quedar sugerida por el enorme miembro viril erecto del
gigante, será oportuno señalar ahora que, conforme a la evidencia que a
continuación veremos, el tema que involucra la representación simbólica de este
gigantesco personaje no se agota en modo alguno con eso. En todo caso, la
relación “fertilidad-agresividad” plasmada en la obra en cuestión tal vez no
sólo encierre el concepto viril primitivo sino que además evoca una situación
de amenaza cierta…
Mitos, leyendas y textos
sagrados: Los indicios documentales
Si los dioses de las estrellas
aparecen invariablemente en el mosaico de las antiguas culturas, los gigantes,
como seres vinculados a éstos, no se quedan atrás.
En consecuencia, pretender realizar
un análisis minucioso, partiendo de una enunciación de toda la documentación
relativa a los gigantes, sería por demás excesivo a los fines aquí perseguidos.
Alternativamente, veremos sí varios ejemplos sobradamente ilustrativos que le
permitirán al lector abrir luego su propio juicio. De entre el cúmulo de textos
sagrados de histórica importancia, la Biblia se encuentra, sin duda,
entre los más influyentes, aunque más no sea por razones estrictamente
socio-culturales. Por lo tanto, quizá resulte inmejorable partir de sus páginas
a fin de dar con el ovillo de Ariadna imprescindible para incursionar en tan
laberíntico aspecto de nuestro pasado como es aquel que avalan las pruebas,
pero rechazan muchos hombres de ciencia hoy. Leemos pues del Génesis (6,4):
“En aquel tiempo había gigantes sobre la Tierra (y también
después), cuando los hijos de Dios se juntaron con las hijas de los hombres, y
ellas concibieron; estos fueron los héroes del tiempo antiguo, jayanes de
nombradía”
De esta simple referencia nos está
permitido extraer “ab initio” dos posibles conclusiones: 1) los gigantes
habrían sido el fruto de la unión carnal de los Elohim con mujeres terrestres,
es decir, el resultado de una marcada incompatibilidad genética entre aquellos
tomados por dioses y las mujeres, hijas de los hombres, y 2) estos gigantes,
lejos de constituir una excepción – como casos aislados -, llegaron a
convertirse en una nueva raza cuya degeneración implicaba consecuencias
mediatas de peligrosidad extrema. Ambos puntos serán desarrollados en breve,
pero dejémoslos por ahora en suspenso.
No obstante, siendo que la misma
historia nos impone su camino, y aunque aún no se lo haya fundamentado aquí, el
lector podrá comprobar seguidamente que tras haber transcurrido un tiempo (que
no es ni más ni menos que aquel “y también después” mencionado en el Génesis)
los gigantes, como raza, eran una incuestionable realidad. En tal sentido,
bastará con remitirnos a los acontecimientos narrados en “Números”, “Deuteronomio”
y “Samuel”. Del primero de dichos libros obtenemos información acerca de la
“exploración de la tierra prometida” que ordenó se llevara a cabo el “Señor” a
Moisés diciendo:
“Envía sujetos principales, uno de cada tribu, a explorar la tierra de
Canaán, la cual tengo que dar a los hijos de Israel” (Números 13,3).
Así pues, los exploradores partieron
y a su regreso…:
“…dieron cuenta de su viaje, diciendo: Llegamos a la tierra que nos
enviaste; la cual realmente mana leche y miel, como se puede ver por estos
frutos.
Pero tiene unos habitantes muy valerosos y ciudades grandes y
fortificadas. Allí hemos visto la raza de Enac”. (Números 13, 28-29).
Según la tradición árabe, Enac era
un gigante de Palestina conocido por los hebreos también con el nombre de
Anakim. Se asegura que este gigantesco individuo, y su pueblo, la raza de Enac, descendía de
Ad, nieto de Cam, hijo de Noé. De Ad se decía que su estatura era
tal que para construir su tienda fue necesario el empleo de los árboles más
fuertes y altos de los bosques. Al parecer, por lo que siguió en el informe de
los exploradores no existen indicios que nos obliguen a desestimar las
tradiciones árabes. En efecto, ante el arremetedor impulso de conquista nacido
en Moisés los exploradores manifestaron:
“La tierra que recorrido se traga a sus habitantes; el pueblo que hemos
visto es de una estatura agigantada.
Allí vimos unos hombres descomunales, hijos de Enac, de raza gigantesca,
en cuya comparación nosotros parecíamos langostas.” (Números 13, 33-34)
Asimismo, en el “Deuteronomio”,
pasajes no menos significativos confirman la presencia de gigantes como raza
notablemente diferenciada. Tal confirmación apunta, y va la aclaración dirigida
al lector no informado sobre las escrituras del Antiguo Testamento, a rescatar
el valor histórico de este libro, el Deuteronomio, donde Moisés reitera en el
primer discurso, que abarca justamente la “Sección Histórica”, todo cuanto tuvo
lugar durante la búsqueda de la “Tierra Prometida”.
Así, jugando limpio con el pasado,
deberemos comprometer nuestra actitud en un sentido o en otro. Es decir, o
tenemos por cierto que contamos con un libro que está reflejando en sus páginas
la historia de un pueblo o concluimos que todo es un fraude. Los términos
medios sales sobrando…
A título informativo, simplemente,
diremos que es oportuno tener en cuenta que en el resumen introductorio al Deuteronomio
de la “Sagrada Biblia” de la Editorial Herder de Barcelona, edición
de 1970, podemos leer en sus primeras líneas: “Contiene este libro tres grandes
discursos de Moisés, recordando la historia de Israel…”
En tal sentido, a la siguiente descripción,
en cierto modo detallado, del rey Og, incluida en el relato de lo
acontecido cuando se produjo el reparto de Transjordania, ¿no cabría tildarla
de referencia histórica? Leemos:
“Y tomamos todas las ciudades de la llanura, y la tierra toda de Galaad
y de Basán hasta Selca y Edrai, ciudades del reino de Og, en Basán.
Es de saber que Og, rey de Basán, era el único que había quedado de la
casta de los gigantes. Se muestra su lecho de hierro en Rabbat, ciudad de los
hijos de Ammón, el cual tiene nueve codos de largo y cuatro de
ancho, según la medida del codo ordinario de un hombre.” (Deuteronomio 3, 10-11).
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Atendiendo a la necesidad de evitar inútiles exageraciones, y en virtud
a la aclaración que indica el tomar en consideración la medida del codo
ordinario de un hombre, es prudente limitar el cálculo a la medida aproximada
de 0,444 metros por codo. De este modo, aunque el resultado al
convertir codos en metros no sea tan espectacular, alcanza sobradamente para
destacar la significativa talla de Og, e incluirla dentro del concepto de
“gigantesca”. Al menos, y es ésta la opinión de quien esto escribe, un
personaje que necesite un lecho de 3,996 metros de largo por 1,776 de
ancho es un gigante…
Al parecer, otros, mucho antes, ya
tenían la misma opinión.
En el primer libro de Samuel
hallamos otras descripciones de pesos y medidas cuya minuciosidad tiene por
objeto identificar a otro gigante bíblico…seguramente no el más robusto, pero
sí el más famoso: Goliat. Leemos:
“Un hombre de las tropas de choque salió del campamento de los
filisteos; se llamaba Goliat, de Gat, cuya estatura era de seis codos y un
palmo” (Samuel 17,4).
No cabe duda de que el temor
reinante entre los israelitas al ver al guerrero filisteo no era en modo alguno
gratuito. Siempre sujetándonos a los más modestos cálculos (es decir
considerando un codo de 0,444 y un palmo de 0,222), el buen Goliat medía, en
números redondos, unos 2,90 metros.
Asimismo, su fortaleza física no era
menos considerable…
“Traía sobre su cabeza un morrión de bronce, e iba vestido de una coraza
escamada, del mismo metal, que pesaba cinco mil siclos”. (I Samuel 17,5).
“El astil de su lanza era grueso como el enjullo de un telar, y el
hierro de la misma pesaba seiscientos siclos…” (I Samuel 17,7).
Según una equivalencia promedio, un
siclo es igual a 11,424 gramos, de aquí se desprende que Goliat se paseaba
vestido con una coraza de bronce de 57 kilos, empuñando una lanza de un peso no
inferior a los 7 kilos… ¿Qué hubiera sido del joven David de haber fallado el
tiro con su honda?
Como quiera que la Biblia, como
valioso documento histórico, abunda en referencias sobre pueblos de alta
estatura, como por ejemplo los Emitas, Enaquitas, Perisitas, Refaitas, etc.,
incursionar en un estudio más profundo de todos ellos equivaldría a un abuso de
citas que bien puede evitarse invitando al lector a recurrir al texto original
de las sagradas escrituras y, de este modo, aprovecharemos las siguientes
páginas ampliando nuestra información con los recuerdos de otras culturas.
Así, en la mitología grecorromana se
nos relatan sobradas experiencias que incluyen a titánicos protagonistas como
Polifemo, aquel famoso carcelero que mantuvo prisionero a Ulises y sus doce
compañeros en una cueva, tal y como nos lo contó Homero en su Odisea, u otros
como Titio, Orión, Gerión, Euritión, etc.
Luego, GIGANTES III
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